EL VALOR DE LA MISA DIARIA:
Hay un antes y un después en mi vida, hay un punto de inflexión que cambió todo mi existir y me transformó en alguien diferente. A veces me paro a pensar que únicamente queda de mi yo antiguo, el reflejo que veo en el espejo. Jesús me llamó y lo hizo de tal forma que desmontó tantas cosas para volver a construirlas…
Una tarde de domingo asistí a Misa como de costumbre, la mayoría de las veces por rutina, por dar ejemplo a mi hija, pero sin sentir lo que hacía. Mi mente volaba con facilidad evadiéndose en cualquier momento, distraída por las actividades del mundo. Pero esa tarde fue diferente. Jamás me hubiera podido imaginar lo que viviría, cuando me disponía a cruzar las puertas del Templo para tomar asiento junto a mi familia. La ceremonia transcurrió como cualquier otro día. Sin embargo, al llegar el momento de recibir la Comunión, una inmensa tristeza invadió mi corazón. ¿Qué me pasaba? No merecía el grandioso regalo de recibir un pedacito de Dios, del Dios misericordioso que había muerto en la Cruz y había resucitado dándonos evidencia de tantas cosas… de nuestra propia resurrección, de que había vencido a la muerte redimiéndonos de nuestros pecados ¿Y yo qué hacía por Aquel que me había dado la vida, la vida eterna? Nada. Esta palabra pesó sobre mí hasta el punto de hacerme pequeñita, insignificante y a la vez indigna de todo Su amor.
Lloré y lloré sin parar. Nada podía calmarme, o al menos eso pensaba yo. ¡Qué equivocada estaba! Esa misma tarde Jesucristo vino a mi encuentro y me rescató de una vida sin sentido, de una vida en la que tenía todo y a la vez nada.
Desde aquel día la Misa para mí es lo más importante de la jornada. Ahora considero un regalo poder asistir a Misa diariamente, poder escuchar la Palabra de Dios inspirada por el Espíritu Santo a los hombre que escribieron las Sagradas Escrituras. Presto atención a las homilías de los sacerdotes porque siento la necesidad de aprender a interpretar correctamente las Escrituras.
Durante la Misa pongo mis problemas, mis debilidades, mis necesidades, a los pies del Altar. En la Casa del Padre me muestro tal y como soy, no necesito máscaras, me quiere porque soy su hija, la niña de sus ojos y yo Le Alabo, Le Adoro, Le doy gracias, porque todo lo que tengo y todo lo que soy, se lo debo a Él. ¡Bendito seas, Señor!
Hablo con Él a través de las oraciones, y Le contemplo en el Sagrario, ¡cómo me atrae mirar el Sagrario! ¡Tú y yo sabemos que estás allí!
La comunión es el momento más maravilloso de la Misa. Ahora soy consciente de que Nuestro Señor no nos ha dejado aunque haya vuelto al Padre y de que permanecerá con nosotros hasta el final de los tiempos. En cada Eucaristía ofrezco mi corazón para que la Santísima Trinidad habite en él. Antes era un corazón de piedra, pero ahora alimento mi corazón del Cuerpo y la Sangre de Cristo y noto que se está realizando en mí el milagro de transformarlo poco a poco en un corazón de carne. Me preocupa muchísimo que mi corazón esté limpio porque siento que soy un Sagrario que porta a Nuestro Señor. Procuro recibir el Sacramento de la Penitencia siempre que tras realizar un examen de conciencia, me veo en la necesidad de ello. Antes era más descuidada y reconozco que he llegado a estar varios años sin confesar mis pecados. Hoy siento dolor y me arrepiento de aquella actitud pasada.
Durante las preces, he experimentado el verdadero significado de pertenecer a una comunidad, de ser Iglesia. La unión en las peticiones y en las plegarias por personas que a veces no he llegado a conocer, me conmueve. Me conmueve sentirme parte de un plan que Dios ha trazado y que desconozco, un plan en el que lo verdaderamente importante es mi capacidad de amar sin esperar, de abandonarme sin miedo porque Él me sostiene.
¿Cómo no ir a la Casa del Padre siempre que sea posible? Si algún día no puedo ir es porque siento que Dios lo ha dispuesto así y me necesita en otro sitio. Él sabe leer en mi corazón y conoce que lo último que me gustaría perder en este mundo es La Santa Misa.
Te pido Santísima Trinidad que bendigas y cuides a los sacerdotes, que hacen posible la celebración de la Santa Misa.
Soraya.
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