LA CONFESIÓN FRECUENTE:
«Yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante vosotros hermanos…»
¡Cuántos recuerdos vienen a mi mente! ¡Cuántos sentimientos se acumulan en el libro de la vida!
Yo confieso que, hasta hace 2 años, no sabía lo que era confesar. Y ahora, en la tranquilidad de una tarde de finales del invierno, mientras viajo en el metro camino del hospital para visitar a un amigo, escribo en mi libreta, de forma torpe pero con todo mi corazón, las ideas que he guardado sobre el sacramento de la reconciliación.
Tenía 7 años cuando recibí mi primera comunión. Lo recuerdo como si el tiempo no hubiera transcurrido. Unos días antes, mi familia me llevó a confesar. El sacerdote estaba sentado a mi lado, en un banco de la Iglesia. Me acerqué con muchísima vergüenza para disponerme a compartir con él mis pecados de niña. Llevaba repitiéndolos durante mucho tiempo, los retenía en mi memoria temiendo que alguno se olvidara. Cuando terminé de confesar, sentí que un gran peso se desprendía de mí y lo mejor de todo fue que, durante varios días, intenté mantenerme limpia de pecado hasta el esperado momento en el que recibí a Nuestro Señor Jesucristo.
Pasó el tiempo y en mi cerebro de adolescente se forjó el prejuicio de relacionar la confesión con un trámite incómodo, un trámite que debía cumplir si quería recibir otro sacramento. Mi timidez me paralizaba y mi mente buscaba miles de escusas para justificar mi falta de pecados con tal de no acercarme al confesionario. Y la consecuencia no fue buena. Me separé de Dios, no abiertamente, porque seguía asistiendo a Misa de vez en cuando, y recibiendo sacramentos, por ejemplo el del matrimonio. Pero mi fe se iba haciendo cada vez más tibia, hasta dudar si alguna vez había llegado a creer en algo más que en mí misma.
Pero Dios salió a mi encuentro, y ¡cómo lo necesitaba! Durante una Celebración Eucarística, sentí la presencia real de Jesús tras la consagración del Pan y el Vino. En ese momento, caí en la cuenta de lo que estaba haciendo sufrir a Dios, de lo que sufría por la forma en la que había vivido esta realidad. Lloré abundantemente y por primera vez sentí el arrepentimiento de no haberle mostrado el amor de hija que tanto ansiaba. Y yo, sin merecerlo, tenía todo su amor aunque nunca había sido consciente de ello. No comulgué, evidentemente. No me sentía digna de tan grandioso regalo. No estaba preparada.
El fuego del Amor de Cristo quemaba mi corazón y deseaba recibirle pura, como en aquella primera comunión. Al día siguiente me dirigí a la Iglesia sin estar segura de si sería capaz de dar el paso. No sabía cómo confesar, ¡tanto tiempo sin hacerlo…! Cuando entré en el confesionario, me quedé paralizada y únicamente se me ocurrió decir que no tenía pecados. Y sucedió el milagro. Aquella fue mi mayor confesión. ¿Qué mayor pecado hay que considerar que no se tienen pecados? Confesé mi mayor pecado, el pecado del orgullo, el pecado de creerme mejor que otros, el pecado de no ser capaz de analizar hasta qué punto pecaba, el pecado de no entender que el sacramento de la reconciliación es el mayor acto de amor entre Dios y el hombre.
El sacerdote fue muy paciente conmigo e intentó calmar la angustia que sentía. Me hablaba como lo hacía Jesucristo , -mujer, vete en paz. Oí la voz de Jesús en aquella frase. Me hablaba al corazón, me consolaba, sanaba mis heridas. Después de aquella experiencia, me sentí perdonada y experimenté la gracia de haber perdonado todo lo sucedido en mi vida. Comencé a entender lo que era el amor universal, el amor al prójimo, el amor sin condiciones.
Ahora suelo confesar como mínimo cada quince días, a veces, cada semana. Y ¿por qué? ¿Me he vuelto una persona escrupulosa? No creo que sea así, aunque no soy yo quien debo juzgarlo. Siento que no puedo salir al mundo sin limpiar frecuentemente mi corazón, necesito vaciarlo de miseria para llenarme del Espíritu Santo. Mis alumnos se lo merecen, mi familia se lo merece, y por encima de todo la Santísima Trinidad se lo merece.
Por mí misma no soy nada. Cuando cruzo la puerta del confesionario, Jesús se baja de la cruz para abrazarme, y en ese abrazo, siento el Amor de la otra familia que me espera en el Cielo, y me siento arropada bajo el manto de María Inmaculada.
Qué poca importancia he dado a este sacramento a lo largo de mi vida y ¡cuánto lo siento! Mirad todos los nombres que tiene y lo que significan. ¿Cómo he podido prescindir de él?
El nombre de este sacramento según el Catecismo de la Iglesia Católica:
1423 Se le denomina sacramento de conversión porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión (cf Mc 1,15), la vuelta al Padre (cf Lc 15,18) del que el hombre se había alejado por el pecado.
Se denomina sacramento de la penitencia porque consagra un proceso personal y eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano pecador.
1424 Se le denomina sacramento de la confesión porque la declaración o manifestación, la confesión de los pecados ante el sacerdote, es un elemento esencial de este sacramento. En un sentido profundo este sacramento es también una «confesión», reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia para con el hombre pecador.
Se le denomina sacramento del perdón porque, por la absolución sacramental del sacerdote, Dios concede al penitente «el perdón […] y la paz» (Ritual de la Penitencia, 46, 55).
Se le denomina sacramento de reconciliación porque otorga al pecador el amor de Dios que reconcilia: «Dejaos reconciliar con Dios» (2 Co 5,20). El que vive del amor misericordioso de Dios está pronto a responder a la llamada del Señor: «Ve primero a reconciliarte con tu hermano» (Mt 5,24).
Esta es mi confesión ante vosotros hermanos. Que Dios os bendiga y María Inmaculada os guarde en su corazón.
Con cariño,
Soraya.
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