LA ADOPCIÓN:
Pablo y yo nos conocimos en 2005 y nos casamos en 2009 tras cuatro años y medio de novios. Durante este tiempo de noviazgo hablamos y compartimos sobre nuestro deseo de paternidad, de cuantos hijos desearíamos tener, de la posibilidad de tener hijos biológicos y adoptados, etc.
Decidimos también estar abiertos a la vida desde el minuto cero de casarnos, ya que no veíamos que tuviéramos ninguna circunstancia grave en nuestra vida que nos hiciera espaciar la llegada de los hijos, y realmente queríamos tener familia, por lo que sin buscarlos directamente, simplemente estuvimos abiertos a lo que pudiera pasar.
A los tres meses de casarnos, quedé embarazada de Emmanuel, ¡qué gran alegría para todos!. La pena fue que le pudimos disfrutar muy poco ya que a las 7 semanas de vida, su corazón dejó de latir. Fue un momento muy duro por el deseo y la ilusión tan grande con que Emmanuel había venido, pero no nos preocupó demasiado en aquel momento ya que, como todo el mundo nos decía, era algo normal y que a mucha gente le pasaba.
Después de esto, continuamos con esa apertura a que vinieran los hijos, esta vez con mayor deseo de que llegaran, sin embargo, comenzaron a pasar los meses y el embarazo no se daba. Un mes, otro mes, y la espera cada vez más dura. Al principio no le dimos demasiada importancia y ningún médico se la daba, ya que al habernos quedado “embarazados” una vez, no había por que pensar en infertilidad. Pero lo cierto es que a mí me pesaba, se me hacía cuesta arriba la espera. En estos momentos fue cuando más comencé a entender esa expresión, tan manida a veces, de que los hijos son un don, son un regalo. No son un capricho o un artículo de consumo, donde lo que quiero lo tengo. Tuve que abandonarme a esa actitud caprichosa que sin darme cuenta había guiado mi vida, empecé a ser consciente de que siempre había tenido lo que había querido, pero ahora no podía tenerlo, no en mis tiempos, no en mi momento, no ahora; tenía que esperar.
Este tiempo de espera, nos sirvió mucho también para ser aún más conscientes de quienes eran realmente los protagonistas de esta familia que se había formado un 24 de octubre de 2009, éramos nosotros. Él era para mí el gran regalo de mi vida, y yo para él su gran regalo. Nosotros éramos el centro de nuestro proyecto familiar. Los hijos son fruto de ese amor, pero para que se de el fruto, no puede faltar el amor. De nada servía centrarse desesperadamente en que los hijos llegaran, si nosotros no estábamos fuertes, si nosotros no nos amábamos, pues ¿de donde entonces nacerían? ¿de nuestras propias fuerzas y puños? ¿de nuestro empeño? no, tenían que venir del amor. Aunque si soy sincera, hubo muchos momentos, pero muchos, de gran tristeza, de no comprender, de andar desorientada, ya que para nosotras la espera es mucho más dolorosa, por tener que ver con nuestro cuerpo y nuestro instinto de dar vida.
Pasó un año, dos años, tres años, y entonces decidimos hacernos a fondo todas las pruebas necesarias para descartar una posible infertilidad -aunque todo apuntara a que eso no era muy posible- de modo que pudiéramos tomar decisiones, o simplemente seguir esperando.
Contra todo pronóstico, los médicos nos dicen tras todas las pruebas que, NO PODEMOS TENER HIJOS, que existe una probabilidad entre un 0 y un 1% de que nos quedemos embarazados. Nuestra doctora llega a decirnos, en palabras textuales, “NECESITÁIS UN MILAGRO”.
Y nosotros creíamos y creemos en los milagros. Tras este gran jarro de agua fría, después de hacer nuestro duelo y llorar mucho, mucho, mucho, decidimos confiar en Dios, en su providencia, pero no esperando de brazos cruzados a que llegara lo que pedimos si no, como nos dijo un gran amigo: “Las personas que viven de la providencia, no se pasan el día mirando por la ventana a que Dios les mande su porción de pan, si no que siguen viviendo su día a día, en la confianza de que Él lo mandará a su tiempo”. Y así hicimos.
Retomamos, una vez que nos repusimos un poco, aquella idea que nunca había dejado de moverse en nuestro corazón, la PATERNIDAD ADOPTIVA. Con gran ilusión, comenzamos este arduo camino, teniendo la certeza de que para nosotros era igual de válida una vía que la otra para ser padres, para ampliar nuestra familia.
En este camino, no entró la opción de realizarnos la fecundación in vitro, ya que ambos estábamos de acuerdo en que no lo queríamos hacer. Nuestra sensación ante esta posibilidad era la de estar creando a nuestros hijos en un laboratorio y para nada era lo que queríamos. Si para nosotros los hijos eran verdaderamente un don que nos es dado, entregado, y no un capricho que deseamos en un momento determinado, no podíamos buscar una familia a nuestra medida. Además no estábamos de acuerdo con la manipulación embrionaria que se da en estos procesos, ni tener que crear hijos habiendo tantos niños que ya están aquí y necesitan una familia.
Con todo ello, a principios de 2013, comenzamos a contactar con el instituto responsable de las adopciones en la Comunidad de Madrid y estuvimos algo más de un año recopilando papeles y documentos, yendo a charlas, cursos, entrevistas con trabajadores sociales y psicólogos, recopilando más y más papeles, más sellos oficiales… etc. Durante este tiempo tuvimos que decidir muchas cosas sobre el tipo de menores a los que nos ofrecíamos: edades, raza, país de procedencia, posibles enfermedades o discapacidades, posibilidad de adoptar hermanos, incluso si teníamos alguna preferencia en cuanto al sexo.
Dentro de todas estas decisiones, finalmente optamos por hacer nuestro ofrecimiento para Bulgaria para un menor de 0 a 3 años. Pero mientras preparábamos el expediente para enviarlo al país, nos dimos cuenta de que no podíamos obviar una idea que no paraba de resonarnos en la cabeza, la posibilidad de ofrecernos también para la adopción, en España, de menores con necesidades especiales esto es, niños o niñas con alguna enfermedad o discapacidad.
Éramos conscientes de nuestras grandes limitaciones y de nuestra incapacidad real para asumir que tuviera en general cualquier tipo de enfermedad, por lo que nuestro ofrecimiento tendría que ser restringido. En las entrevistas con los técnicos que llevaban esta lista nacional especial nos insistían mucho en la gravedad de los casos que estaban en esta lista, se trataba de enfermedades o discapacidades graves, no recuperables y que tendríamos que ser muy conscientes de ello y asumirlo si deseábamos seguir adelante.
Pero no se iba de nuestra cabeza. Sentíamos que teníamos que -como dice el Profeta Isaías- “ensanchar nuestra tienda, clavar bien nuestras estacas” esto era, abrir el corazón para dejar que pudiera entrar en él también aquello que en un principio no estuvo en nuestros planes y que no podíamos controlar. Y así, después del compartir con otras familias, leer otros testimonios y la oración, mucha oración, decidimos ofrecernos también para la lista de adopción nacional especial, en concreto para menores con enfermedades o discapacidades físicas o infecto-contagiosas, lo cual abarca un sin fin de posibilidades.
Al terminar las entrevistas, en enero de 2014, la psicóloga nos recordó una vez más que las posibilidades de adopción por esta vía eran muy bajas e inciertas, que podrían llamarnos en meses, años, o quizá nunca en nuestra vida. Y con esta idea de que posiblemente no nos llamarían nunca -y algo apenados por ello- terminamos el proceso y ahora solo faltaba esperar.
Nos hicimos a la idea de que pasarían varios años antes de tener a un niño en casa, ya que Bulgaria tarda bastante tiempo en asignarte un niño y la lista especial es muy compleja.
Pero de nuevo, la sorpresa de Dios. En agosto del mismo año, sin esperarlo en absoluto, recibimos una llamada de la técnico de adopciones especiales; había un posible caso para nosotros. Sin apenas haber dormido por los nervios, nos presentamos al día siguiente en su despacho. No sabíamos cómo sería, qué tipo de enfermedad tendría, cual sería su edad, su raza, su sexo… nada. Allí mientras temblábamos como un flan, nos dijo que se trataba de un niño, que tenia un mes y medio de vida y que había nacido gran prematuro, con tan solo 28 semanas de gestación (6 meses) y un kilo de peso. Nos leyó detenidamente todo el informe médico tanto del parto como de las siguientes semanas hasta la fecha. El pequeño había sufrido mucho y había pasado por varias complicaciones, pero en el momento actual estaba estable. Nos pareció increíble, esperábamos algo mucho más grave, aunque había que asumir muchas visitas médicas, revisiones, posibles complicaciones posteriores… ¡pero mucho menos de lo que pesábamos que tendríamos que asumir!
Después de orar brevemente en el pequeño oratorio de enfrente de las oficinas, volvimos para dar nuestras respuesta. Sí. Queríamos que este bebe fuera nuestro hijo, vimos claro que era un regalo para nosotros, un regalo de Dios.
Pasado el fin de semana, el mismo lunes nos acompañó la psicóloga hasta el hospital donde nos esperaba nuestro hijo ¡qué nervios! No podíamos casi ni pensar.
A las 12 de la mañana del 11 de agosto de 2014, conocimos a Juan, fue amor a primera vista. Allí estaba, en una pequeña cunita transparente en la unidad de neonatos, muy cuidado y mimado por todas las enfermeras y demás mamas, vestido con un body dos tallas más grandes, una sonda para poder comer y unas gafitas de oxígeno, con solo 2 kilos y con menos de 50 centímetros de largo y una hermosa piel morena; allí estaba, nuestro milagro.
No paramos de dar gracias a Dios cada día por este gran regalo. Verle avanzar y crecer tan rápido, ir superando cada pequeño obstáculo, ver como se llena de fuerza y salud, su primera sonrisa, su primer balbuceo… ¿acaso no es este el milagro que necesitábamos?
Tanta espera, tanto dolor, lágrimas, incomprensión, todo el proceso hasta llegar a Juan, definitivamente, HA MERECIDO LA PENA.
Sandra Benito Mamá y testigo de un MILAGRO.